el-iluminado

 

ADELANTO DEL LIBRO “FILOSOFÍAS DE LA INDIA”

DE HEINRICH ZIMMER

Compilado por Joseph Campbell

Traducción al español realizada por J. A. Vázquez

Copyright © 2009 Editorial Sexto Piso, México DF.

(Próxima novedad editorial)

 

La doctrina del Buda se llama yana. Esta palabra significa «vehículo» o, más propiamente, «barca». La barca es la principal imagen empleada por el budismo para traducir el sentido y la función de la doctrina. Esta idea persiste a través de todas las enseñanzas divergentes y antagónicas de las múltiples sectas budistas que se han desarrollado en muchos países durante el largo curso de la historia magnífica de esta doctrina tan diseminada. Cada secta describe el vehículo a su manera, pero, sin importar cómo se lo describa, siempre se alude a la barca.

Para apreciar todo el poder de esta imagen y comprender la razón de su persistencia, tenemos que comenzar por entender que en la vida hindú cotidiana la barca desempeña un papel muy importante. Es un medio de transporte indispensable en un continente cruzado por muchos grandes ríos, donde prácticamente no hay puentes. Para llegar al destino de casi cualquier viaje se hace necesaria, repetidamente, una barca de ese tipo, pues la única manera posible de cruzar las anchas y rápidas corrientes es mediante una barca o por un vado. Los jainas llamaban «vado» (tirtha) a su camino de salvación, y los supremos maestros jainas eran, como hemos visto, Tirthankaras, «los que producen o proporcionan un vado». En el mismo sentido, el budismo, con su doctrina, proporciona una barca que cruza el impetuoso río del samsara para conducir a la distante ribera de la liberación. El individuo es transportado a través de la iluminación (bodhi).

Podemos aprehender más fácil y adecuadamente la esencia del budismo si sondeamos las principales metáforas que utiliza para captar nuestra intuición, que si emprendemos un estudio sistemático de la complicada superestructura y los detalles menudos de su enseñanza. Por ejemplo, basta pensar por un momento en la experiencia real y cotidiana de cruzar un río en una barca, para llegar a la sencilla idea subyacente que inspira las diversas sistematizaciones racionalizadas de la doctrina. Entrar en el vehículo budista —la barca de la disciplina— significa comenzar a cruzar el río de la vida, desde la orilla de la experiencia que el sentido común nos proporciona acerca de la no iluminación, la orilla de la ignorancia espiritual (avidya), el deseo (kama) y la muerte (mara), hacia la otra orilla de la sabiduría trascendental (vidya), que es la liberación (moksa) de esta esclavitud general. Consideremos brevemente las etapas reales implícitas en cualquier cruce de un río en una barca y veamos si podemos experimentar ese pasaje como una especie de iniciación, por analogía, en el sentido de las etapas del progreso que realiza el peregrino budista en camino hacia su meta.

De pie en esta orilla, de este lado del río, esperando que llegue la barca, formamos parte de esta vida, compartiendo sus peligros y oportunidades y todo lo que pueda ocurrir en ella. Sentimos el calor o el fresco de sus brisas, oímos el susurro de sus árboles, experimentamos el carácter de su gente y sabemos que la tierra está bajo nuestros pies. Entretanto, la otra orilla, la orilla lejana, está más allá de nuestro alcance, es una mera imagen óptica del otro lado de la ancha corriente de agua que nos separa de su desconocido mundo de formas. No podemos imaginar cómo será estar en esa tierra lejana, cómo aparecerá este mismo paisaje del río y de sus dos costas vistos desde el otro lado, hasta qué punto serán visibles estas casas entre los árboles, qué perspectivas se divisarán río arriba y río abajo. Todo lo que está aquí, tan tangible y real para nosotros ahora —estos objetos reales y sólidos, estas formas tangibles— no será más que remotas manchas visuales, efectos ópticos sin consecuencias, sin poder de tocarnos ni para bien ni para mal. Esta misma tierra sólida será una línea visual horizontal columbrada desde lejos, un detalle de una amplia vista panorámica, allende nuestra experiencia y sin más fuerza para nosotros que un espejismo.

La barca arriba y, al aproximarse al embarcadero, la miramos con interés. Trae consigo algo del aire de aquella tierra del más allá que pronto será nuestro destino. Pero, cuando estamos entrando en ella, todavía nos sentimos como miembros del mundo al que pertenecíamos y queda aún ese sentimiento de irrealidad acerca de nuestro destino. Cuando levantamos nuestros ojos de la barca y el barquero, todavía la otra orilla es sólo una remota imagen, sin más sustancia que antes.

Suavemente la barca se aleja y comienza a deslizarse cruzando las aguas movedizas. Enseguida nos damos cuenta de que acabamos de cruzar una línea invisible, más allá de la cual la orilla que queda atrás asume gradualmente la insustancialidad de una mera impresión visual, una especie de espejismo, mientras que la otra orilla, acercándose lentamente, comienza a convertirse en algo real. La antes oscura lejanía se convierte en la nueva realidad y es pronto tierra firme que cruje a nuestro paso —arena y piedra que pisamos al desembarcar—, mientras que el mundo que dejamos atrás, recientemente tan tangible, se ha convertido en un reflejo óptico carente de sustancia, inalcanzable y absurdo, que ha perdido el encanto que antes tenía para nosotros —con todos sus rasgos, todas sus personas y sucesos—, cuando caminábamos por él y nosotros mismos éramos parte de su vida. Además, esta nueva realidad, que ahora nos posee, nos proporciona una vista nueva del río, el valle y las dos costas, una vista muy diferente de la otra, y completamente inédita.

Ahora bien, mientras cruzábamos el río en la barca, con la orilla lejana tornándose cada vez más vaga e insignificante —las casas, los hogares, los peligros y placeres se alejaban constantemente— hubo un período en el cual la línea de la costa que teníamos por delante estaba todavía bastante lejos también, y durante ese tiempo la única realidad tangible que nos rodeaba era la barca, luchando intrépidamente con la corriente y flotando en forma precaria en las rápidas aguas. Los únicos detalles de la vida que entonces parecían muy sustanciales y que mucho nos importaban eran los diversos elementos y accesorios de la barca misma: los contornos del casco y de la borda, el timón y la vela, los diversos cabos y, acaso, el olor del alquitrán. El resto de lo existente, ya fuera lo que estaba adelante o lo que habíamos dejado atrás, no significaba otra cosa que una esperanza animadora y un recuerdo que se desvanece: dos polos de asociación sentimental irrealista, vinculados a ciertos grupos de efectos ópticos ya muy remotos.

En los textos budistas, esta situación de las personas que se encuentran en una barca es comparada con la de los que han tomado pasaje para viajar en el vehículo de la doctrina. La barca es la enseñanza del Buda, y los elementos de la barca son los diversos aspectos de la disciplina budista: meditación, ejercicios de yoga, reglas de vida ascética y práctica del autorrenunciamiento. Éstas son las únicas cosas que los discípulos en el vehículo pueden considerar con profunda convicción; esas personas tienen ferviente fe en el Buda como piloto y en la Orden como borda limitadora (que enmarca, protege y define su perfecta vida ascética), así como en el poder conductor de la doctrina. La línea costera del mundo ha quedado atrás, pero la distante línea de la liberación aún no ha sido alcanzada. Los de la barca, entretanto, se encuentran en una peculiar perspectiva intermedia, muy propia de ellos.

Entre las conversaciones del Buda, conocidas con el nombre de «Diálogos medianos» aparece un discurso sobre el valor del vehículo doctrinal. Primero el Buda describe a un hombre que, como él mismo o como cualquiera de sus discípulos, aborrece totalmente los peligros y placeres de la existencia secular. Ese hombre decide abandonar el mundo y cruzar el río de la vida hacia la otra orilla de la seguridad espiritual. Recogiendo madera y juncos, construye una balsa y por este medio consigue alcanzar la otra orilla. El Buda confronta entonces a sus monjes con una pregunta:

«¿Qué opinarían ustedes de este hombre, sería sensato si por gratitud para con la balsa, que le ha permitido cruzar el río y ponerse a salvo, habiendo llegado a la otra orilla, se aferrara a ella, la cargara sobre sus espaldas y caminara por todas partes llevando su peso?»

Los monjes replican: «No, ciertamente el hombre que eso hiciera no sería sensato».

El Buda prosigue: «¿No sería sensato el hombre que abandonó la balsa (que ya no le servía) a la corriente del río y siguió su camino sin volver la cabeza para mirarla? ¿No es acaso un simple instrumento, que debe arrojarse y desecharse una vez que ha servido a la finalidad para la cual fue construido?»

Los discípulos concuerdan en que ésta es la actitud correcta que debe adoptarse ante el vehículo una vez que ha servido a su finalidad.

El Buda entonces concluye: «De la misma manera el vehículo de la doctrina debe ser arrojado y desechado una vez que se alcanza la otra orilla de la Iluminación (nirvana)».[1]

Las reglas de la doctrina están dirigidas a los principiantes y a los discípulos avanzados, pero carecen de sentido para el perfecto. No sirven de nada al verdaderamente iluminado, salvo que, en su papel de maestro, las utilice como medio de sugerir la verdad que ha alcanzado. A través de esta doctrina, Buda trató de expresar lo que había conocido, bajo el árbol, como inexpresable. Podía comunicarse con el mundo mediante su doctrina y así ayudar a sus discípulos inmaduros cuando estuvieran prontos a emprender el camino o a mitad de él. Rebajando el nivel de las palabras hasta la altura de una ignorancia relativa o total, la doctrina puede conmover la mente aún imperfecta pero ardiente; pero no puede decir nada más, nada definitivamente real, a la mente que ha rechazado las tinieblas. Por lo tanto, como la balsa, debe ser dejada atrás una vez que la meta ha sido alcanzada; porque de allí en adelante no puede ser más que una carga incómoda.

Además, no sólo la balsa sino también el río se torna vacío de realidad para el que ha alcanzado la otra orilla. Cuando alguien que la ha alcanzado se vuelve a mirar de nuevo la tierra que ha quedado atrás, ¿qué es lo que ve? ¿Qué puede ver alguien que ha cruzado el horizonte más allá del cual no hay dualidad? Mira, y no hay «otra costa»; no hay torrencial río separador; no hay balsa; no hay barquero; no puede cruzarse el río inexistente. Sencillamente, ha desaparecido por completo la escena de las dos riberas y el río. No hay tal cosa para el ojo y la mente iluminados, porque ver o pensar en algo como si fuera «otro» (una realidad distinta, diferente del propio ser) significaría que aún no se ha alcanzado la plena Iluminación. Puede haber «otra orilla» sólo para gente que aún está en los planos de la percepción dualista: los que están de este lado del río o todavía dentro de la barca y encaminados hacia la «otra orilla»; los que aún no han desembarcado y arrojado la balsa. La Iluminación significa que la engañosa distinción entre las dos costas, como si una tuviera existencia mundana y la otra trascendental, ya no puede sostenerse. No hay un río de renacimientos que corre entre dos costas separadas; no hay ni samsara ni nirvana.

Así, el largo peregrinaje hacia la perfección a través de innumerables existencias, motivado por las virtudes del autorrenunciamiento y cumplido a costa de tremendos sacrificios del ego, desaparece como un paisaje de sueños cuando uno despierta. La larga historia de heroísmos, las muchas vidas de creciente unificación, la leyenda ilustrada de un desapego obtenido a través de una larga pasión, la santa epopeya del modo de convertirse en salvador —iluminado e iluminador— se desvanece como un arco iris. Todo se vacía, mientras que antes, cuando el sueño se desarrollaba paso a paso, con recurrentes crisis y decisiones, la interminable serie de dramáticos sacrificios mantenía al alma continuamente bajo su hechizo. El sentido oculto de la Iluminación es que este titánico esfuerzo de la pura fuerza anímica, esta ardiente lucha para lograr la meta por actos, siempre renovados, de autorrenunciamiento, esta larga y suprema lucha a través de eras de encarnaciones para liberarse de la ley universal de la causalidad moral (karma), carece de realidad. En el umbral de su propia realización se disuelve, junto con sus antecedentes de vida, como una pesadilla con el despuntar del día. Por lo tanto, para el Buda hasta la noción de nirvana carece de sentido. Está ligada a un par de opuestos y puede emplearse solamente en oposición a samsara, el torbellino donde la fuerza vital está hechizada en la ignorancia por sus propias pasiones polarizadas: el temor y el deseo.

El método budista de preparación ascética tiene como finalidad hacer comprender que no hay ego sustancial —ni ningún objeto en ninguna parte— que dure, sino sólo procesos espirituales que surgen y amainan: sensaciones, sentimientos, visiones, que pueden ser reprimidas o puestas en movimiento y observadas a voluntad. La idea de la extinción del fuego de la voluptuosidad, la mala voluntad y la ignorancia pierde sentido cuando se ha alcanzado este poder psicológico y este punto de vista; porque el proceso vital ya no se experimenta como un fuego ardiente. Por lo tanto, hablar en serio del nirvana como una meta que ha de alcanzarse es simplemente revelar la actitud de alguien que todavía recuerda o experimenta el proceso como un fuego ardiente. El Buda mismo adopta esa actitud sólo para enseñar a quienes aún sufren y quisieran extinguir las llamas. Su famoso «Sermón del fuego» es una adaptación, y de ningún modo la última palabra del sabio, cuya expresión definitiva es el silencio. Desde la perspectiva del Despierto, del Iluminado, verbalizaciones opuestas como nirvana y samsara, ilustración e ignorancia, libertad y esclavitud, carecen de referencia y de contenido. Por esta razón el Buda no quiere discurrir sobre el nirvana. La irrelevancia de las connotaciones que inevitablemente parecerían desprenderse de sus palabras confundiría a quienes trataran de seguir su misterioso camino. Como están todavía en la barca formada por estas concepciones y las necesitan como medio de transporte para llegar a la orilla del entendimiento, el maestro no negará ante ellos la función práctica de esos términos tan convenientes; pero tampoco les dará importancia discutiéndolos. Palabras como «iluminación», «ignorancia», «liberación» y «encadenamiento» son auxilios preliminares que no se refieren a una realidad última; son meras indicaciones o señales para el viajero, y sirven para indicarle la meta de una actitud que se encuentra más allá de las oposiciones que ellas mismas sugieren. Habiéndose abandonado la balsa y perdido la visión de las dos riberas y del río que las separa, entonces, en verdad, no hay reino de vida y muerte, ni liberación. Además, no hay budismo; no hay barca, puesto que no hay ni orillas ni aguas intermedias. No hay barca, y no hay barquero; no hay Buda.

Por ende, la gran paradoja del budismo es que ningún Buda jamás ha venido a iluminar el mundo con enseñanzas budistas. La vida y misión de Gautama Sakyamuni no es más que una incomprensión general de parte del mundo no iluminado, útil y necesaria para guiar el espíritu hacia la iluminación, pero que debe descartarse si —por ventura— la iluminación ha de alcanzarse. Un monje que no consigue desembarazarse de tales ideas, se adhiere con ellas al engaño general y mundano que él mismo cree estar tratando de dejar atrás. Porque, dicho en pocas palabras, mientras se considere al nirvana como algo diferente del samsara, queda todavía por superar el error más elemental acerca de la existencia. Estas dos ideas reflejan actitudes contrarias del individuo semiconsciente con respecto a sí mismo y a la esfera exterior en la que vive; pero, allende este ámbito subjetivo, carecen de sustantividad.

El budismo —credo popular que ha obtenido reverencia en toda Asia Oriental— contiene esta atrevida paradoja en su raíz misma; la más asombrosa interpretación de la realidad jamás susurrada al oído de un ser humano. Por lo tanto, todos los buenos budistas tienden a evitar las afirmaciones acerca de lo que existe y de lo que no existe. Su «camino intermedio» se mantiene como tal simplemente señalando que la validez de una concepción es siempre relativa a la posición que uno ocupa en el camino del progreso que lleva de la Ignorancia a la Budeidad.[2] Las actitudes de afirmación y de negación pertenecen a seres mundanos que se encuentran en esta orilla de la ignorancia, y a personas piadosas que avanzan en la abarrotada barca de la doctrina. Un concepto como el de Vacuidad (sunyata) sólo puede tener sentido para un ego que se apega a la realidad de las cosas; para quien ha perdido la sensación de que esas cosas son reales, semejante palabra no puede tener sentido. Y, sin embargo, palabras de esta clase perduran en todos los textos y enseñanzas. En realidad, el gran milagro práctico del budismo es que términos de esa clase, usados con éxito como trampolines, no se convierten en piedras sobre las cuales fundar y erigir un credo.

Nota mía: Las palabras subrayas del texto indican que se han suprimido los caracteres fonéticos en sánscrito y pali que aparecen en el original porque no los reconoce el blog. El título original es Philosophies of India (1951) y los derechos pertenecen a Bollingen Foundation New York, N. Y.

 

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[1] Majjhima Nikaya, 3. 2. 22, 135.

[2] La Budeidad, la esencia o cualidad de ser un Buda, un Iluminado. (N. del T.)

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