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© Jehan Choo

Hoy me ha dado por escribir de noche, cuando todos duermen. Aquí son las 12:12 am y aunque me gustaría que todo estuviera sereno, realmente no lo está. Una vez leí que cuando nos acercamos a una persona concreta a contarle nuestras miserias [o nuestras inseguridades disfrazadas de “buenas noticias”, de “éxito arrollador”, de “sabiduría”] y hacemos uso de nuestro habitual monólogo egocéntrico de siempre… ese acto es un abuso de confianza que quiebra la amistad o el amor que dicha persona nos tiene. Nunca olvidé esa frase aunque sí olvidé a su autor. Estos últimos días he estado pensando mucho en ella.
¿Para qué contamos nuestras miserias, qué creemos que lograremos con ese acto? ¿Por qué tenemos esa necesidad desesperada de llamar la atención revelando información que sólo a nosotros nos concierne, sea buena o sea mala? ¿Cuál es la sutil línea que divide a los diálogos sanos con los amigos, con las parejas, al crecimiento y la lucidez compartidos de los monólogos desesperados y abusivos que imponemos a los demás? ¿Cómo hacemos para no traspasar esa línea, para no demandar amor de un modo tan grotesco, taaaaan violento?
Supongo que las pulsiones que nos hacen retomar una y otra vez nuestros discursos mentales y estampárselos en la cara a quien tenemos enfrente tienen su origen en los primeros años de la niñez, quizás están relacionados con las condiciones en que nuestras figuras fundantes (léase madre, padre o los adultos que hayan hecho esos roles) nos entregaron su amor o lo que ellos pensaron que era amor. ¿Qué es lo que nos pidieron a cambio esos adultos para podernos amar, qué nos decían más allá de sus palabras con sus acciones? Detrás de toda simulación realizada por un ser humano ante un otro o una otra, detrás de todo drama actuado [producto de una historia demasiado mala o demasiado buena] hay una persona desesperada por agradar, por ser amada, aunque eso le cueste un precio muy alto.
Somos tan ciegos cuando necesitamos ser amados, poca importa si nuestros actos nos llevan a ese punto en el que el resto de la humanidad simplemente no nos soporta. El drama es un acto de prepotencia, de soberbia. Seguimos aferrados al papel representado, obnubilados, sin notar el estallido de inconsciencia del que somos esclavos. Es una ceguera radical, una ceguera producida por el miedo, por nuestra intolerable huella de abandono que se despierta. En ese momento creemos que el Mundo es nuestro y está a nuestros pies.
El o la que actúa, el o la que impone su drama [su pequeña historia personal], simplemente quiere existir para alguien, quiere ser. Es tan triste ver el drama, ver a la persona en su estertor de muerte queriendo seguir vivo, viva, en un papel que nada tiene que ver con su esencia como persona. El drama personal, tu historia demasiado buena o demasiado mala, la mía, no es la vida, no es quien somos sino quien creemos que somos. ¿De qué nos sirve ser un drama falso? ¿De qué nos ha servido hasta ahora? Nos ha servido para sobrevivir, porque vivir, lo que se llama vivir, no pasa por el drama personal. Vivir es otra cosa. Cuando nos relacionamos con los demás desde ese papel idiota y alienante que hemos representado durante años no somos nosotros.
El Nosotros más libre nunca será revelado si seguimos aferrados a las representaciones de nuestro ego. Bastaría con decirle a ese amigo, a esa amiga, a esa pareja, a esa madre o padre dramático mientras elabora su drama: ¿En qué puedo ayudarte puntualmente? o ¿Para qué me cuentas eso? Podría bastar, pero la mayor parte del tiempo no basta. El o la que actúa no sabrá qué contestar, porque realmente poco le importa quién es la persona que está del otro lado. [Estallido de inconsciencia, otra vez.] Cuando atropellamos a los demás con nuestras historias personales sin meditar las consecuencias, sin ver, sin discernir, ejecutamos un abuso de confianza en toda la expresión de la palabra. Cuando atropellamos a los demás estamos utilizando el tiempo, la buena disposición del otro o de la otra para con nosotros y la parte sagrada de todo vínculo amoroso para hacer que quien nos oye deje de ser una persona con nombre [Pedro, Juan, María, Claudia…] y se convierta en un anónimo utilizado por nosotros [“por favor que alguien me escuche”, “que alguien me ame”, “que alguien resuelva por mí esto que me arde por dentro”]. ¿Por qué tanto deseo en que esa otra persona sea un alguien y deje de ser quién es? ¿Será porque nuestro ego nos dice al oído que no es suficiente lo que somos para que finalmente una persona con nombre y apellido nos ame? Cuando atropellamos así deja de existir el vínculo amoroso, el amor, el respeto por la persona que amamos y surge sin más un comportamiento que  tiene nombre propio, se llama abuso de confianza.

Namasté,
Nadir Chacín
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