Teleférico de Caracas
A mi hijo Nabil
La noche tiene un olor peculiar, huele a lluvia, a humedad, no hay casi ruido en la calle, me gusta cuando eso pasa, parece que se detuvieran los movimientos y que sólo importara… Siempre he pensado que las noches son una bendición, se puede meter uno en su oscuridad, deambular por los recuerdos y escoger uno para revivirlo y revivirlo.
Cuando era niña me gustaba encerrarme en el closet a jugar, pensaba que ese espacio tan estrecho era un gran mundo sólo para mí, lleno de mis juegos y fantasías. Allí nadie me decía qué hacer ni me limitaba, podía ser el personaje que yo quisiera; mi cuerpo hacía cualquier tipo de movimiento, esos que afuera serían imposibles, allí en ese espacio… todo era tan fluido.
Ese mundo tan grande construido con varios mundos diferentes dentro de él. En la esquina derecha estaba la casa de mis muñecas, siempre despelucadas porque me daba por cortarles el pelo según dizque para que estuvieran a la última moda (las pobres quedaban terribles); a mí me parecía súper exótico tener muñecas diferentes a las de las otras niñas, las mías tenían mi sello particular, tan raras como mi mundo: como yo.
Del lado izquierdo estaba el mundo animal, tirados por doquier – con cierto orden – estaban animales que jamás hubieran convivido juntos en la naturaleza, los veía conversando, disfrutando del buen clima e incluso hasta procreando raras especies (un poco mutantes); el pequeño elefante que le arranqué la cabeza y le puse la de la gallina: era un «elefanllina» y así. Acontecían disecciones en mi closet, vaya que sí, y el compartir partes entre los animales (lindo gesto de su parte), nacían a cada instante proles tan originales como mis muñecas “posmodernas”.
Encima de mí colgaba unas cuerdas que hacían las veces de los cables de un teleférico, en él se transportaban mis seres de un lado al otro del closet en una gavetita especial, se transportaban también mis fantasías y a veces (la mayoría) yo misma. Era un viaje por un mundo alegre, lleno de posibilidades, sin etiquetas.
Este teleférico era una versión local y muy mía del gran teleférico que se veía desde la ventana de mi cuarto, ese que une la ciudad de Caracas con la cima del gran cerro. Mi closet se conectaba con la montaña de manera mágica; algunas veces, cuando mis pequeños animales o mis muñecas se disponían a viajar del lado izquierdo al lado derecho de mi closet y yo con ellos (y se daba la magia) podía sentir en mi nariz el fuerte olor del pasto salvaje y de los pinos del Ávila.
Siempre metía un envase con agua dentro del closet, para darle unos chapuzones bien ricos a mis animales; podían respirar bajo el agua igual que yo, sí, yo respiraba en el agua cuando era niña ¡maravilloso!, cuando crecí perdí mi don. En aquel momento sí podía hacerlo y como yo podían mis muñecas y mis animales.
Crecí y regalaron todos mis juguetes a una prima más chica, su mamá los había puesto en su closet y un día me dijo que, mientras ella dormía, mis juguetes hacían mucho ruido y no la dejaban dormir bien. Yo le dije “prima, hazles un teleférico, ponles un envase con agua, córtales el pelo a las muñecas porque no les gusta tenerlo así normal sabes como las otras, seguro les creció mucho”. También le recomendé meterse un rato cada día en su closet y cerrar la puerta (uno puede recomendar ciertas cosas cuando tiene la experiencia).
Así lo hizo y pudo dormir bien los días siguientes: ella me lo dijo y yo le creo, aún le creo. Tenía 15 años cuando pasó, cuando me lo confesó, de alguna forma ese momento marcó un comienzo. Entendí que seguiría la tradición familiar que nació conmigo (para eso son las nuevas generaciones); me reconforta saber que he existido para algo tan digno.
Desde entonces cuando llueve y la noche adquiere un olor peculiar, me parece que se detuvieran los movimientos y sólo importara pertenecer a mi familia. Veo el closet de mi habitación, sonrío y simplemente: pertenezco.
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