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Mi mente todo quiere saber, tener, resolver, entender. Juan dice algo contrario a lo que yo creo, enseguida establezco y Juan establece una lucha por la razón ¿quién tiene la razón? es ahora el motor de nuestra conversación, quien dice más, quién sabe más, en ese terreno de competencia de saberes nosotros desaparecemos detrás de la lucha.

De pronto, ya no estoy hablando con Juan y Juan ya no está hablando conmigo, ambos hemos convertido nuestra conversación en una gran oposición, en una rivalidad sostenida por la lucha de los conceptos que cada uno trae en su cabeza y que además creemos que son ciertos y los únicos válidos.

Cuando Juan de pronto parece que lleva la delantera, soy capaz de ir contra mis mismas ideas con tal de ganar, con tal de demostrar que puedo más, que sé más, al rato me doy cuenta que he mentido, superé los límites, tergiversé, interpreté, he dejado de ser Nadir, ya no soy yo quien habla (casi nunca lo soy), ahora soy alguien más que habla a través de mi. Algo más habla a trávés de Juan también.

Trato de retirarme ―de “caminar hacia atrás” sobre lo dicho― pero ya no hay chance Juan se ha enganchado ataca y ahora ya no puedo desmentirme (Juan tampoco y también ha mentido, a creído que sabe todo y más que yo), sigo adelante motivada ahora no sólo por ganarle a Juan, sino por defenderme de él. Juan hace lo mismo.

Me ha ofendido, creo saber más que Juan y él ha ganado ventaja, y eso ofende a mi “yo sé más que Juan” mientras más se defiende Juan más me defiendo. Juan se han ofendido ―sin mi―, se ha ofendido él mismo por creerse mejor que yo, y me he ofendido a mi misma porque he pensando que sé más que Juan.

No hay diálogo sólo un imperturbable monólogo temático y agresivo, cada uno en su trinchera de palabras.           

Vienen las despedidas, Juan a su casa y yo a la mía, pero mi mente aún no se despide de la situación, y la de Juan tampoco. Me retiro de la escena y sigo argumentando, sigo revisando cada palabra dicha por mi y por Juan, pienso: «me contradije en tal cosa», «por qué no dije tal cosa en el instante en que Juan dijo esta otra cosa», «hubiera podido decir esto en tal lugar de nuestra conversación», «que tonta si hubiera usado este ejemplo», «si tan sólo no me hubiera arrepentido de decir lo que estaba pensando, seguro habría dicho lo conveniente en tal momento», «si tan sólo hubiera sido más atrevida, aguerrida, menos cobarde». En la casa de Juan y en su mente sucede lo mismo.            

 La tarea mental sigue acompañándome incluso en la cama, estoy arropada y en pijama, analizo más, pienso más, vivo la conversación una y otra vez, me duermo sueño con la conversación y con Juan, suena el despertador y lo primero que viene a mi mente es la conversación con Juan (la verdad es que la conversación nunca se fue a ningún lado). Ya no es la conversación de ayer, es la de hoy nuevamente, una vez más.

Me voy a trabajar en el metro sigo pensando y el reto nunca acaba, la conversación sigue en todo mi cuerpo, noto que no he dormido bien, que me duele el cuello, lo tengo rígido y me pregunto ¿por qué?  

Juan me habla por teléfono y me dice que estuvo pensando en la conversación de ayer (le dije que también yo) y que no está de acuerdo con nada de lo que dije, le cito nuevamente (yo tampoco estoy de acuerdo con Juan y merezco decirlo). El enganche sigue.

Hoy nos hallamos sentados frente a dos tazas de café y dispuestos a retomar el mismo “lugar” donde nos ¿AMAMOS? como ¿AMIGOS? un día antes.           

La lucha de-mente sigue viva y nosotros hemos muerto. Nuestra amistad ha muerto. 

PD: ¿Y tú a quien te pareces a Juan o a mí? 

तइका रमे

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